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Foto del escritorJose Olazaba

Los nahuas de la Huasteca

Actualizado: 4 jun 2020

Se dice que los nahuas son el grupo indígena más numeroso de México, además del más extensamente distribuido en términos territoriales. Esta idea es cierta si consideramos como grupo a los hablantes de una misma lengua: el náhuatl, sin duda, el idioma vernáculo más hablado en nuestro país.


Pero la misma afirmación es absolutamente incorrecta si admitimos que un grupo étnico no es lo mismo que un grupo lingüístico. Desde este punto de vista, hay muchos grupos diferentes en México que hablan variantes diversas de una misma lengua: el náhuatl, y que, además, practican formas de vida diferentes dentro de una misma matriz cultural. Aquí hablaremos de aquellos que habitan en la Huasteca.


Los nahuas constituyen el grupo indígena mayoritario en la porción sur de la región Huasteca. Ocupan, con diversos grados de densidad y presencia relativa, más de 50 municipios de los estados de San Luis Potosí, Hidalgo y Veracruz, y desde la época prehispánica comparten su territorio con los otomíes, tepehuas y totonacos, hacia el sur, y con los teenek o huastecos hacia el norte.


La relación de los nahuas con todos ellos es muy estrecha, y no es raro encontrar individuos que hablen, además del náhuatl, alguna o varias de las otras lenguas indígenas propias de la región. Aunque menos frecuente, también llega a darse el caso de localidades en las cuales residen familias de diferente origen étnico y que, sin embargo, comparten multitud de rasgos culturales.


Por otro lado, cabe mencionar la importante presencia de emigrantes nahuas de la Huasteca en los tres municipios urbanos más sureños del estado de Tamaulipas, quienes conviven ahí con otros indígenas oriundos del mismo vecindario interétnico, así como —en menor medida— de otros lugares de México.


Desde la época prehispánica comparten su territorio con los otomíes, tepehuas y totonacos, hacia el sur, y con los teenek o huastecos hacia el norte.


Los nahuas de la Huasteca se denominan a sí mismos maseuali o maseualmej, nombre que resalta su condición de subordinados frente a los mestizos —a quienes llaman coyomej o coyotes—, mientras que a su lengua la denominan méxcatl, una forma abreviada de “mexicano”.


Saben y afirman que su idioma —y no el español— es el verdadero mexicano, pero ello no obsta para que también lo denominen náhuatl en muchos lugares de la región. Estos son rasgos que —junto con la extendida práctica del uso de topónimos referidos a particiones del espacio comunitario— unifican a los nahuas de esta parte del país, aunque es preciso considerar que en otros aspectos, incluida la lengua, encontramos grandes diferencias: en la Huasteca se hablan por lo menos dos dialectos del náhuatl, identificados no sólo por los propios hablantes sino incluso por los lingüistas.


Gracias a los estudios especializados que involucran técnicas complejas de análisis, sabemos que estas variantes son producto de diferentes momentos de penetración de los hablantes del náhuatl en la Huasteca.


Todo parece indicar, de acuerdo con diferentes evidencias, que la primera incursión se dio en el periodo Epiclásico (hacia el año 800 d.C.), mientras que la segunda fue resultado de la expansión azteca, hacia el 1400 de nuestra era.


Podemos decir, entonces, que los nahuas hablantes de una y otra etapa llegaron a esta región en momentos tardíos de la historia prehispánica. Esto implica que ocuparon territorios en los cuales ya habitaban otros grupos, hablantes de otras lenguas, con culturas desarrolladas.


Por lo tanto, estos recién llegados, al margen de que hayan llegado como conquistadores o hayan dominado militarmente a los otros, debieron adaptarse a las formas de vida de quienes los precedieron.


Esto es fundamental para comprender la especificidad de los nahuas contemporáneos de esta región.

 

Los nahuas de la Huasteca, como buena parte de los indígenas mexicanos, basan su economía en la agricultura milpera, lo cual no obsta para que también lleven a cabo otro tipo de actividades, como lo es el importantísimo renglón del cultivo del chile y su procesamiento, a través de técnicas de ahumado y secado de origen prehispánico, para la obtención del chilpoctli, altamente apreciado en la época de los aztecas y hasta nuestros días.

Dados los procesos históricos que caracterizan a la región desde el periodo colonial, la cría de ganado vacuno y el comercio de productos procesados, sobre todo los derivados de la caña de azúcar, son también actividades relevantes.

La agricultura comercial, en particular de cítricos, goza de gran importancia, aunque cabe mencionar que el vínculo de los nahuas con esta rama de la producción es sobre todo en calidad de peones, en virtud de que el grueso de las tierras dedicadas al cultivo de la naranja y otros frutos se encuentra en manos mestizas.

Desde mediados del siglo XX la migración empezó a convertirse en un hecho común entre sus jóvenes, quienes se alquilan sobre todo en servicio doméstico y la industria de la construcción.


Respecto de la emigración, hasta hace pocas décadas operaba sólo mediante redes internas: en los nahuas de la Huasteca no existe una honda tradición de emigrar a las ciudades o al extranjero para emplearse por un salario. Sin embargo, desde mediados del siglo XX esta estrategia económica empezó a convertirse en un hecho común entre sus jóvenes, quienes se alquilan sobre todo en el servicio doméstico y la industria de la construcción en lugares como la ciudad de México, Tampico, Monterrey.

Otros destinos, determinados por actividades distintas de las mencionadas, son las minas de Pachuca, las agro-empresas de la zona de irrigación de San Luis Potosí y varios puntos de Estados Unidos. Cabe señalar que los efectos del fenómeno de la emigración —entre los cuales quizás el más notable sea el decaimiento en algunos lugares de la (hasta muy recientemente) altísima proporción de matrimonios endogámicos— ya se expresan hoy en diversos terrenos de la vida social de los nahuas de la Huasteca y en su cultura.

Por otro lado, las actividades con profundo arraigo histórico, como la alfarería o el bordado de prendas de algodón, poco a poco van perdiendo terreno, dado el ingreso masivo de enseres y mercancías realizados con nuevos materiales y la escasez creciente de las materias primas necesarias para la producción artesanal. Sin embargo, podemos mencionar la vigencia de la manufactura de una gran variedad de objetos de barro en Huejutla, Hidalgo, y de labores de punto de cruz en la mayor parte de los municipios de las colindancias de Hidalgo y Veracruz.

Otra actividad digna de mencionarse es la elaboración de piloncillo como principal derivado de la caña en el sur de San Luis Potosí, cuyo destino comercial más importante es la industria tequilera del estado de Jalisco. Finalmente, no podemos pasar por alto el hecho de que una parte de la subsistencia de las comunidades nahuas de la Huasteca aún depende de la caza, la pesca y la recolección.

 

A pesar de ciertas regularidades que llaman la atención a primera vista, la sociedad nahua de la Huasteca no es homogénea: ni todo mundo se dedica a lo mismo en todas partes, ni todos se benefician de igual modo de la producción y el comercio.


En algunas partes, como la zona chilera de la frontera de Veracruz e Hidalgo, los mecanismos de acaparamiento del producto son impresionantes; en ellos juegan un papel crucial los nahuas pudientes, quienes son considerados como coyomej por sus vecinos y parientes. En otros lugares, en cambio, como en las inmediaciones de Tantoyuca, Veracruz, lo que se observa es un predominio económico de los nahuas sobre sus vecinos teenek, dedicados fundamentalmente al procesamiento de las fibras del zapupe y de la palma para la elaboración de sombreros, morrales y otros objetos utilitarios y de ornato.


Finalmente, la Huasteca, como el resto de las regiones indígenas de nuestro país, no está exenta de relaciones desiguales —marcadas por el racismo— entre los mestizos, que se dicen “gente de razón”, y los indígenas en su conjunto, a quienes se les aplica adjetivos infamantes y cargados de prejuicios, como “compadritos” o “cuitoles” (que equivale a niños o menores de edad). Pero, al mismo tiempo, no está de más señalar que en el complejo sistema inter-étnico regional es frecuente que los nahuas ocupen un lugar intermedio entre los mestizos y el resto de los indígenas.


Otras diferencias internas pueden verse, además de lo ya señalado, cuando ponemos atención en la ubicación espacial de las poblaciones nahuas de la Huasteca. No podemos “medir con la misma vara” a las comunidades que se ubican en las partes más altas de la sierra, profundamente marcadas a partir del siglo XVI por el ingreso de cultivos y especies animales europeas —como los árboles frutales, el trigo y el ganado lanar— y aquellas que ocupan las cañadas y las llanuras.


En las cañadas se ha mantenido de manera sorprendente el complejo productivo característico de Mesoamérica, basado en el maíz; en la llanura, desde muy tempranamente, se introdujo el ganado, el cual desplazó —muchas veces con violencia— a las personas y a la agricultura. De ahí que las comunidades indias de esta región, que se formaron a partir de la disolución del régimen de las haciendas (durante el segundo y tercer tercio del siglo XX), con frecuencia realicen, además de sus actividades de subsistencia, otras ligadas a la ganadería, como la producción de quesos y cecinas.


En la sierra, por su parte, un cultivo que llegó durante el siglo XIX ocupa el lugar preeminente en términos económicos: el café. Esta gran variedad productiva —así como las desigualdades sociales y económicas mencionadas— se hacen visibles en los grandes mercados regionales: Tantoyuca, Huejutla, Tamazunchale, Chicontepec.


En el complejo sistema inter-étnico regional, es frecuente que los nahuas ocupen un lugar intermedio entre los mestizos y el resto de los indígenas.


El dominio español suprimió la presencia de los indígenas en casi toda la llanura costera durante varios siglos, sustituyéndolos por esclavos de origen africano y reses. Sin embargo, los hechos históricos recientes han permitido que este fenómeno se revierta parcialmente en Hidalgo y en San Luis Potosí, no así en Veracruz. Sin embargo, el cambio en el paisaje a raíz de la invasión de pastos desde inicios del sigo XX y la explotación petrolera en lo que se llamó La Faja de Oro (que comprendía desde las inmediaciones de Chicontepec hasta la costa del Golfo), difícilmente tendrá vuelta de hoja: el daño ecológico y la inviabilidad de la agricultura milpera en varias partes del territorio nahua de la Huasteca son hechos contundentes. No obstante, la cultura tradicional de estos indígenas se sigue definiendo a partir del maíz.

 

Las fuentes del siglo XVI nos informan de la extraordinaria riqueza que caracterizaba a esta región. Algunos cronistas detallan que los habitantes de aquellos tiempos lograban obtener hasta tres cosechas de grano cada año. Hoy las cosas han cambiado, pero en buena parte de las comunidades de las cañadas y la bocasierra se mantienen dos ciclos agrícolas al año: el de xopalmil, o de temporal, y el de tonalmil, o de secas. Las implicaciones de estos ciclos en la cultura nahua de la Huasteca son enormes.


La mayoría de las culturas indígenas de la cuenca del Golfo de México —como las del resto de Mesoamérica— relatan su origen a partir de mitos relacionados con el maíz. Los nahuas narran que en un pasado remoto existió un gran cerro (identificado generalmente con el Postectitla, ubicado cerca de Chicontepec) que guardaba en su seno la mayor de las riquezas: el grano.


Los ancestros de los hombres, flojos y voraces, saqueaban continuamente el gran granero, hasta que los dioses se enojaron con ellos y decidieron terminar con esa situación. El más poderoso de ellos —según la tradición teenek, el dios Trueno Mayor— golpeó el cerro y lo resquebrajó en cuatro partes, que hoy en día se relacionan con sendos rumbos de la región Huasteca.


El maíz que se encontraba dentro fue incendiado, razón por la que existen distintas tonalidades de semillas: blancas, las que no fueron tocadas por el fuego; amarillas, las que apenas entraron en contacto con las llamas, y rojas y negras, las que ardieron y se quemaron. Este cataclismo terminó con una era y dio lugar a otra en la que los hombres padecen pobreza y penurias, pero cuya existencia sigue estando indisolublemente ligada a la del maíz. Es por ello que todo trabajo, individual y colectivo, está orientado a reproducir el ciclo agrícola y garantizar el abasto de la preciada semilla a las familias y la comunidad.


Trabajar, ofrendar y celebrar


El trabajo para los nahuas de la Huasteca es una idea central: es escardar la milpa, sembrar y cosechar; es preparar el nixton, moler el grano y hacer tortillas; es hacer ofrendas a las deidades y pedirles permiso para alimentarse de la tierra y sus frutos; es mantener contentos a los muertos y a los espíritus para que la vida de la comunidad y sus miembros sea armónica y esté libre de rencillas y envidias.


El trabajo, además de fortalecer el alma del hombre, dotándolo de autoridad y prestigio, garantiza la existencia de la vida social. Por eso la actividad ritual es de una importancia mayúscula, y toda ella está regida por el ciclo de crecimiento y maduración del maíz.


La actividad ritual es de una importancia mayúscula, y toda ella está regida por el ciclo de crecimiento y maduración del maíz.


La mayor parte de los antropólogos que han visitado esta región de México han quedado impresionados por la desbordante vida ritual que caracteriza a sus habitantes. Y casi todos coinciden en que el Carnaval y el Xantolo —este último equivalente a la fiesta de los muertos en otras regiones— cobran aquí una relevancia que no se ve en otras partes del país.


El Carnaval, cuya celebración tiene lugar justo antes de la Cuaresma, es lo que se conoce como un “ritual de inversión”; se trata de una festividad en la que las normas sociales se trastocan y se permite la trasgresión a lo que está prohibido el resto del año. En palabras de los propios nahuas “es la fiesta del Diablo, pues también a él hay que tenerlo contento”.


Durante el Carnaval, los varones se visten de mujeres, los poderes de la naturaleza invaden simbólicamente los poblados y las autoridades legítimamente reconocidas son destituidas temporalmente.


Se consume de manera ritual el zacahuil, vianda característica de la región que asemeja un tamal de grandes dimensiones y que, de acuerdo con los propios indígenas, es la representación de un muerto que se le ofrenda al señor del inframundo. En muchas comunidades se sacrifican grandes cantidades de aves y se bebe alcohol en abundancia. Con el Carnaval inicia el periodo ritual mediante el cual se cierra el ciclo agrícola del tonalmil, o de secas, y se abre el de las lluvias.


Esta fiesta es quizás uno de los casos más obvios en los que la ritualidad mesoamericana ligada a la agricultura se empalma con las fechas de observancia católica más importantes, pues una vez concluida la Cuaresma se procede a la petición de las lluvias y a la siembra el maíz de temporal.


El ciclo agrícola del xopalmil, o de temporal, a su vez, culmina en términos rituales con el Xantolo, al que en la Huasteca difícilmente podemos llamar “día de muertos”, pues generalmente comprende varios días durante los cuales se llevan a cabo actividades ceremoniales claramente distinguibles y con propósitos específicos. El Xantolo, a diferencia del Carnaval y de otras fechas festivas del ciclo de las lluvias, tiene un carácter más familiar que comunitario.


Por lo tanto, el ceremonial, lejos de ser público, tiene como escenario la casa y como centro al altar doméstico, aunque en su momento culminante las familias se reúnen en el cementerio para entregar sus ofrendas a los difuntos y efectuar una convivencia en la que participan todos los miembros de la comunidad: vivos y muertos.


Es significativo que en esta fiesta se consuman los “tamales de Todos Santos”, elaborados con los principales productos de la milpa: maíz, frijol y chile. Podemos darnos cuenta de que se trata de una manera de marcar que ha concluido con éxito el ciclo de las lluvias.


Entre los nahuas de la Huasteca se celebran otras festividades de gran importancia, como el pedimento de lluvias en mayo, Santa Rosa en agosto, el tlamanes u “ofrecimiento de las semillas” en septiembre, además de aquellas propias de la Navidad o solsticio de invierno y Año Nuevo. Todas ellas involucran elementos católicos y otros que claramente corresponden a la tradición prehispánica.


Pero para quienes participan en ellas son una sola cosa, indisoluble, indisociable: la manera como los abuelos y los abuelos de los abuelos lograron el mantenimiento del orden cósmico y de la vida social: “el costumbre.”


Pero “el costumbre” no es igual en todas partes ni se ha mantenido inmutable con el paso del tiempo. En la porción norteña de la región, el sustrato aborigen se parece mucho más al de los vecinos teenek que al de los nahuas meridionales. En el sur, sólo los especialistas más avezados logran distinguir las sutilezas que diferencian las ceremonias nahuas de las otomíes o, incluso, las tepehuas.


En el norte, la vida ritual, las creencias acerca de la enfermedad y las modalidades de la curación tienen como tema crucial a los ancestros prehumanos, cuya morada es el monte, siempre indignados contra los hombres que usurparon el territorio que les pertenecía hasta el momento del Diluvio.


En el sur, todo gira en torno a los aires, representados mediante figuras de papel recortado, cuyo rol en la mayoría de las ceremonias, tanto propiciatorias como curativas, es central. Por su parte, en las cabeceras municipales predominan los elementos católicos, mientras que en los ejidos y comunidades localizados dentro de lo que fueron las haciendas, los rasgos prehispánicos parecen más evidentes.


Pero en toda la región el ciclo ritual dominante presenta pocas variaciones y las formas de sanar los males colectivos e individuales parten de un sistema de creencias similares.

 

Los nahuas de la Huasteca, como casi todos los grupos indígenas de nuestro país, se organizan socialmente a través de un sistema de autoridad que tiene tres fundamentos distintos: el municipio, la propiedad social de la tierra y lo que se ha llamado el sistema de cargos. En otras palabras, la vida colectiva se estructura y norma mediante combinaciones particulares de reglas impuestas desde la sociedad nacional y la tradición histórica propia.


Pero la diversidad de estas combinaciones es enorme; así, entre los nahuas de la Huasteca encontramos variaciones tan notables, que desde el punto de vista de la estructura comunitaria resulta casi imposible hablar de un solo grupo indígena.


Toda la región, como el resto del país, se encuentra dividida en municipios, los cuales, a su vez, según el estado al que pertenezcan, se conforman por una cabecera y un conjunto variable de delegaciones, agencias o congregaciones. Es un terreno en el que las normas estatales imponen una organización y un conjunto de autoridades con atribuciones determinadas constitucionalmente.


A lo largo de la historia, poblaciones sujetas a una cabecera reclamaron su derecho a separarse y formar, durante el periodo colonial, pueblos, y posteriormente, a partir del siglo XIX, municipios. Así pasó con Jaltocán y Calnali, en Hidalgo, y con Ixhuatlán de Madero y lo que hoy se llama Benito Juárez (primero Xochioloco, luego Santa Cruz), en Veracruz, por sólo citar algunos ejemplos. Pero generalmente, salvo contados casos, las poblaciones indígenas están subordinadas jurídicamente a las cabeceras mestizas, razón por la cual sólo en el ámbito local operan las normas de lo que hemos dado en llamar el “derecho consuetudinario”.


Pero las cosas se complican aun más en una región en la que la reforma agraria se introdujo de manera desigual: una porción significativa del territorio nahua de la Huasteca sigue en manos de particulares, mientras que en otros lugares —sobre todo en Hidalgo— se efectuó un reparto agrario masivo. Además de las implicaciones económicas y relativas a los regímenes de trabajo que se desprenden de lo anterior, las modalidades de la organización comunitaria son también una consecuencia importante.


La vida colectiva se estructura y norma mediante reglas impuestas desde la sociedad nacional y la tradición histórica propia.


En los lugares en los que el ejido es la forma de propiedad predominante, la figura del comisariado goza por lo general de preponderancia sobre otras instancias de decisión, sobre todo ahí donde el reparto agrario sucedió tempranamente, es decir, hacia mediados del siglo XX. Pero donde el proceso fue tardío, frecuentemente existe una abierta hostilidad entre esta figura sancionada por la ley y las formas tradicionales de autoridad.


En las localidades en las que sigue predominando la propiedad privada a veces ni siquiera existen sistemas parecidos a los que llamamos “de cargos”. Esta situación provocó dudas en algunos investigadores con relación a que en la Huasteca —y no sólo en la zona náhuatl— existiese ese modelo, centrado en la mayordomía como figura predominante en el patrocinio del ritual comunitario y como vehículo crucial de ascenso social.


Hablar de la diversidad en las formas de ejercicio de la autoridad entre los nahuas de la Huasteca nos llevaría varias páginas; no obstante, es posible afirmar que, en efecto, en muchas comunidades existe un sistema bien estructurado en el cual participan todos los varones adultos después de haber contraído matrimonio (a veces incluso antes), que consta de diferentes “peldaños” de creciente jerarquía, donde el servicio público garantiza el aumento del prestigio y el reconocimiento social.


En la cúspide de este sistema se encuentra por lo general el llamado “consejo de ancianos”, conformado por quienes ya han recorrido toda la escalera. Estas personas constituyen un cuerpo de gran autoridad, incluso superior a la de los poderes y órganos de decisión reconocidos por las leyes mexicanas, como lo son los jueces y asambleas.


En cambio, en otras poblaciones, casi siempre aquellas que surgieron en el seno de las haciendas y, por ende, alcanzaron su reconocimiento jurídico hasta la reforma agraria, este modelo se encuentra totalmente ausente. En esos lugares se admite de manera explícita que la autoridad reside en los poderes municipales y ejidales, pero también se observa que un vasto conjunto de decisiones reside en los especialistas rituales: los chamanes o curanderos.


En estas comunidades la vida ritual sobrepasa notablemente en importancia cualquier otro aspecto de la existencia colectiva. Y se trata de una vida ritual que se desarrolla casi totalmente al margen de la liturgia católica o de cualquier otra denominación cristiana.

 

La presencia de la Iglesia Católica fue restringida en la mayor parte de la Huasteca desde el periodo colonial. Tratándose de un territorio agreste y apartado de los principales centros de poder, no contó con una actividad misionera tan constante ni tan exitosa como sucedió en otras zonas.


Y aunque numerosos elementos del pensamiento cristiano fueron impregnando, al paso de los siglos, las creencias y las prácticas religiosas de los nahuas y sus vecinos, es indudable que la matriz prehispánica conservó una gran vitalidad, gracias a que la conducción del ceremonial se mantuvo en manos indígenas. Y buena parte de esta situación sigue vigente hasta hoy.


Si bien el sistema de creencias religiosas entre los nahuas de la Huasteca es uno —desde la perspectiva de sus propios fieles—, con fines analíticos podemos hablar de un sistema dual, paralelo, que en muchas ocasiones produce desavenencias entre los creyentes y las autoridades eclesiásticas. Veamos, en primer lugar, qué sucede en aquellos lugares donde el catolicismo es la religión oficial preponderante.


Una de las acciones principales de la cristianización en esta zona —como en otras regiones— fue la erección de capillas, llamadas a convertirse no sólo en el núcleo desde el cual habría de irradiarse el culto sino también en el centro simbólico de cada población. Estos objetivos se lograron, en mayor o menor medida, según se tratara de pueblos cabecera o de localidades más pequeñas y apartadas de la acción evangelizadora. Sin embargo, a través de los siglos los indígenas fueron imprimiendo en el uso de estos espacios sus propias necesidades y sus particulares modalidades en torno a la vida espiritual. Ello fue posible, en parte, por la escasez de sacerdotes y la delegación de diversas funciones en sacristanes y fiscales de origen indio.


En todo caso, el cumplimiento de los sacramentos y la celebración de las principales fiestas del calendario católico —como las de Semana Santa y Navidad, y la del santo patrono— se han realizado, o, a lo largo de los siglos, en la capilla católica.

No obstante, los rituales que persiguió la Iglesia desde el siglo XVI fueron ocultados por los indios en otros espacios: el monte, la milpa, la casa y sitios de culto alternos, clandestinos. Muchos actos religiosos se siguieron celebrando en las ruinas de lo que habían sido los centros ceremoniales prehispánicos —como Cacahuatengo, ubicado en el municipio de Ixhuatlán de Madero, Veracruz—, en cerros sagrados —por ejemplo, el Postectitla en Chicontepec, Veracruz, y el Huizmalotepec (o de la Aguja) en Calnali, Hidalgo—, o en cavernas —como las de Ximo Xunco, en el estado de San Luis Potosí.

Otros ritos encontraron su lugar en capillas nativas, llamadas xochicalis, que, según las circunstancias, pueden ser de carácter permanente o levantarse ex profeso para determinadas ceremonias, como la petición de lluvias o el ofrecimiento de las semillas.


Aunque numerosos elementos del pensamiento cristiano fueron impregnando las creencias y las prácticas religiosas de los nahuas y sus vecinos, la matriz prehispánica conservó una gran vitalidad.


Las xochicalis difieren en numerosos aspectos de las capillas católicas. En primer lugar, es frecuente que ahí el culto sea presidido por mujeres, lo cual no descarta la participación masculina —que en los templos católicos es la única validada—. Por otro lado, las plegarias y los rezos casi siempre son en náhuatl, incluso en aquellas poblaciones donde el español es la lengua que se utiliza para la interacción cotidiana. En tercer lugar, los objetos de veneración fundamentales son las figuras de papel recortado —que representan a los espíritus de las semillas y a los aires, potencialmente peligrosos—, las mazorcas de maíz —a las que se les resguarda en parejas, vestidas y adornadas a la usanza tradicional—, las “antiguas” o figurillas prehispánicas, de barro o de piedra, y los cuarzos, usados en casi toda la región para “ver” las enfermedades.


Tanto en los altares de las xochicalis como en los que se ubican en el interior de las viviendas, estos objetos se encuentran al lado de imágenes impresas o de bulto de vírgenes y santos, así como de cruces y cristos. Lo anterior es la evidencia más contundente de que el sistema religioso es vivido como uno solo por los nahuas de la Huasteca.


Uno de los elementos principales del rito nativo es la música: sones y plegarias rítmicas, que con frecuencia son interpretados por músicos otomíes, cuyos violines son indispensables en toda ceremonia propiciatoria. Al decir de los nahuas, el son es de carácter sagrado, mientras que el huapango —con el que casi siempre se le confunde— es para divertirse. La danza, por su parte, también juega un papel relevante, pues permite integrar en una misma actividad a jóvenes y adultos, a niños y ancianos y a hombres y mujeres.


La actividad ritual nahua es exuberante, sobre todo en la zona que se mantuvo más apartada hasta finales del siglo XX: ceremonias como la de Santa Rosa o los pedimentos de lluvias duran varios días e involucran a grandes contingentes de personas —muchas veces de orígenes étnicos distintos— en labores diversas y extenuantes: recortar miles de figuras de papel, engarzar cientos de collares de flor o xochicózcatl, sacrificar decenas de aves y luego cocinarlas para el consumo colectivo, elaborar grandes cantidades de tamales, bailar del ocaso al amanecer, subir a los cerros sagrados diversos materiales para el levantamiento y decoración de altares… En suma, llevar a cabo la forma de trabajo más apreciada por los nahuas.


Estas prácticas son objeto de opiniones encontradas entre los ministros católicos: en algunos casos, son rechazadas porque se les considera idolátricas, mientras que en otros, los mismos párrocos participan activamente en el ceremonial. Pero ahí donde han penetrado con éxito denominaciones religiosas como los Testigos de Jehová o los Adventistas del Séptimo Día, lo más frecuente es que el ritual tradicional sea mal visto y tienda a desaparecer, sobre todo por la prohibición expresa de estos grupos en torno al consumo de alcohol, el uso de imágenes y el culto a cualquier entidad sobrenatural distinta del dios cristiano.


La conversión de los nahuas al protestantismo no es un fenómeno generalizado, aunque se registra un número creciente de grupos y fieles en algunas partes de la región. La variedad religiosa es grande, e incluye cultos nativos locales, como la Iglesia de Amalia, que se ha expandido notablemente en los últimos años en varios municipios de Veracruz y, más recientemente, de Hidalgo.


De igual modo, son frecuentes las apariciones de piedras o imágenes, cuyo culto en ocasiones alcanza una dimensión regional. Esta devoción, como la que se tiene hacia ciertos santos y vírgenes de honda tradición, muchas veces se expresa en impresionantes peregrinaciones que reúnen por varios días a multitud de comunidades en un solo lugar. Así sucede, por mencionar el caso más notable, en el santuario de la Señora de la Salud, ubicado en el municipio de Mezquititlán, Hidago.

 

Por lo general se piensa que las sociedades indígenas cambian poco con el paso del tiempo, y que cuando llegan a hacerlo dejan de ser indígenas para convertirse en otra cosa. Los nahuas de la Huasteca son un buen ejemplo para desmentir esa opinión, pues sabemos que a lo largo de su historia casi todos los aspectos de su existencia colectiva han sufrido profundas transformaciones, lo cual no ha significado que su cultura y su identidad hayan perdido vigencia o vitalidad.


Ya hemos dicho que ha habido cambios en los campos económico y religioso. Hemos señalado también que en el ámbito político han sido adoptadas las instituciones nacionales y que ahí opera un permanente proceso de adaptación. Pero existen muchos otros terrenos en los que las transformaciones pueden ser verificadas: desde el visible abandono de la indumentaria tradicional a favor de prendas comerciales —proceso que ha avanzado por razones de precio, moda o comodidad en la mayor parte de las cabeceras municipales de la región, e incluso en numerosas rancherías apartadas de las poblaciones mestizas—, hasta rasgos culturales que implican nuevas percepciones o normas de convivencia social; como el lugar socialmente acordado para los individuos según su género y edad.


Es indudable que muchos de los cambios han operado en concordancia con las mutaciones propias de la sociedad nacional y regional, además de como respuesta a acciones institucionales diseñadas con el propósito explícito de generar modificaciones en el mundo indígena. Es el caso, por ejemplo, del papel que han jugado la escuela, la ampliación de la red carretera regional y las acciones indigenistas o ligadas a otros planes y programas de gobierno.


Empecemos por los efectos de la educación nacional en la región, que abarca desde los niveles preescolar y primario en sus diversas modalidades —siendo la preeminente la bilingüe bicultural— hasta los niveles medio básico y medio superior, que cuentan con diversos planteles escolares e instalaciones para telesecundaria y telebachillerato. Más recientemente, se ha impulsado la apertura de escuelas superiores; entre otras, el Tecnológico de Huejutla y la Universidad Comunitaria de la Huasteca Norte.


La escuela ha incrementado los niveles de alfabetismo y castellanización, ha modificado los patrones matrimoniales.


Es casi una obviedad decir que la escuela ha incrementado los niveles de alfabetismo y castellanización, sobre todo entre la última generación. Pero su impacto no queda ahí: por ejemplo, también ha modificado los patrones matrimoniales, puesto que ahora los muchachos de ambos sexos conviven desde pequeños en la escuela y con frecuencia ellos eligen a su pareja, decisión que hasta hace poco correspondía a sus padres.


Por otro lado, el acceso a la educación ha permitido a las mujeres salir de sus casas aún solteras a proseguir sus estudios, al igual que a los varones jóvenes, razón por la cual han dejado de ser la ayuda crucial para sus padres y parientes mayores en el trabajo agrícola.


Estas situaciones, impensables en el pasado, indudablemente han trastocado las pautas tradicionales de la relación entre los géneros y los rangos de edad. Esto último se expresa, entre otros ámbitos, en la toma de decisiones comunitarias, donde ahora los jóvenes —alfabetizados y versados en el uso del español— muchas veces se niegan a acatar la voluntad de los ancianos o reclaman derechos que la norma consuetudinaria reservaba a los individuos de mayor edad. Este tipo de conflictos son muy agudos cuando se enlazan con otros problemas, como la escasez de tierras o la instalación de órganos de decisión ligados al ejido a partir del reparto agrario.


El avance de las vías de comunicación en la región también ha tenido consecuencias importantes. Cabe mencionar que hace 25 años la mayor parte de las cabeceras municipales de los tres estados no contaba con accesos pavimentados. Hoy en día, esta situación persiste solamente en Xochiatipan, Hidalgo, y en Ilamatlán y Zontecomatlán, en el estado de Veracruz. Todas las cabeceras con presencia nahua en San Luis Potosí están ya integradas a la red carretera nacional, aunque en las tres entidades lo habitual es que las poblaciones de rango inferior sólo cuenten con caminos de terracería, veredas o brechas, muchas veces intransitables en tiempos de aguas.


De cualquier modo, la facilidad para desplazarse dentro de la región y fuera de ella se ha facilitado, permitiendo, entre otras cosas, el incremento de la emigración. Ésta, si bien se realiza por lo general a través de parientes y amigos ya asentados en los destinos de los que ya hemos hablado, también depende en gran medida de las redes de enganchadores que, con vehículos de gran tonelaje, transportan a los trabajadores desde puntos accesibles por carretera hacia los lugares donde han sido contratados.




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